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Cuéntame La Puya

Es una tarde muy fría. Ella camina con dificultad luchando contra el viento, siguiendo el sendero entre los árboles. Tiene prisa, debe llegar cuanto antes. ¡No te entretengas por el camino! Revisa su cesta, la miel, las tostadas, un poco de mantequilla. Una merienda exquisita. Hace tanto tiempo que no ve a la abuelita, ¡va a estar tan contenta! Imagina la casa caliente, la olla en el fuego y un montón de libros por leer. Acelera un poco el paso sintiendo que el peligro está cerca. Si tarda mucho en llegar su abuelita se preocupará tanto por ella… Y Dionelys pasa la página mientras suspira, ¡tiene suerte esta niña!, se dice, mi abuelita no está en casa cuando llego con ganas de merienda, ella tiene que buscar cada día con qué sacarnos adelante. Si hay algo de comer, tal vez sea arroz y frijoles, y si no, un poco de agua, dos galletas y hasta mañana. Pero yo tengo suerte, mi abuelita hace lo que puede, ella es laque nos cuida, porque mi mamá tuvo que salir del país y de mi papá, que vive con su otra familia, no sabemos nada. Además, yo tengo cuatro hermanos mayores que me defienden, ¡ellos sí son fuertes! Se hacen respetar en La Puya. Al pequeño lo cuido yo, por eso a veces no voy a la escuela, para quedarme con él y hacer algunas tareas de la casa. Mi abuelita dice que es lo que me toca por ser chica, y que más adelante, si se arregla la cosa, podré aprender a leer y escribir para no tener que adivinar las historias de los libros por los dibujos. Y yo creo lo que me dice.

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Panorámica de Aguacate. Una de las zonas más empobrecidas de La Puya. Fotografía: Rubén García Mulet

Mientras ella piensa, el agua del océano se agita violentamente, y él grita ¡socorro! ¡socorro! Pero nadie le oye en medio del agua que sube y baja como una noria de feria. Llueve con fuerza, los truenos golpean con un ruido metálico. No puede mover las piernas ni los brazos, los siente tan pesados que cree que en cualquier momento se le saldrán los clavos oxidados. ¡Pero si ya no soy de madera, se supone que puedo nadar! Intenta de nuevo el movimiento. No responden. De repente decide que no puede más, y comienza a hundirse lentamente. El fin se acerca. Allá lejos cree ver una sombra gigante que se mueve y nada con fuerza hacia él. En unos segundos siente que el agua le arrastra hacia la oscuridad, un ruido de terremoto, unas fauces, maderas rotas… Y Melvin pasa la página, pensando que el agua de la lluvia no es tan tremenda, y que en La Puya todos los niños salen a la calle cuando llueve fuerte. Realmente es una alegría, dejarla caer, sentir que corre por la piel, por las calles, por los tejados. Lo más duro es cuando, después de muchos días de lluvia, si es época de tormentas, el agua del río sube y llega con más fuerza arrastrando piedras, basura y lodo, y se lleva muchas de las casas de zinc que construyen allá abajo. Eso es lo peor. ¡Y seguirán construyendo en el mismo lugar de siempre! Lo bueno es que no hay clase en muchos días, porque da igual si vamos o no, ¡total es perder el tiempo! Así que mejor uno se queda en casa, tumbado sin hacer nada, jugando al dominó, o en el colmado pasando el rato con música fuerte, o buscando por la calle qué hacer. Hay muchas posibilidades para matar el tiempo en el barrio.

Mientras busca qué hacer, ya otros han encontrado el camino para seguir. Ella ayuda a levantarse del suelo a un señor metálico que insiste continuamente en que lleva mucho tiempo sin poder moverse por necesitar aceite en las articulaciones. Un perro le ladra y el señor del tamaño de un árbol se asusta. ¡Qué gente más rara se encuentra en esta senda amarilla! Pero por supuesto que le ayudaré, dice ella, todos necesitamos que nos quieran, sobre todo si nos falta un corazón que pueda sentir, doler y enamorarse. Con el dedo dibuja sobre la lata del pecho cubierta de tierra un corazón grande que pueda de momento aguantarle en el viaje. Así seguiremos juntos este largo camino, le dice, y trataremos de enfrentar cualquier peligro. Al pasar la página, Daniela Carolina piensa que, de la misma forma que en este país extraño hay hadas y brujas malvadas impidiendo a la gente vivir en paz, también en La Puya hay que evitar encontrarse a la mala gente que siempre ronda, como la que atracó anoche en el Aguacate. Por eso ella aprendió a moverse con cuidado por las estrechas calles y escaleras empinadas de millones de escalones que atraviesan el barrio. No estamos para cuentos, dice la gente mayor, la cosa está poniéndose fea, ya la violencia está en todas partes y cualquiera hoy te saca un arma para llevarse cualquier trasto viejo. Pero yo creo que exageran y que habiendo tanta gente buena no hay de qué preocuparse. Uno siempre sobrevive en La Puya. Si no hay cancha, se juega a pelota en la calle, si no hay agua se lava cuando llegue, y si no hay libros se coge para el Centro Cultural Calasanz que algo encontraremos.

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Un hombre camina entre el barrio de La Puya. Fotografía: Rubén García Mulet

Mientras busca remedios sencillos a problemas cotidianos, Daniela se da cuenta que todos los demás se han ido. Así que cierra el cuento, lo deja sobre la mesa y sale corriendo de la biblioteca del Centro, dejando a Estephanie, la encargada de lectura, ordenando baldosas amarillas, ballenas y caperucitas en las estanterías. Corre precipitadamente por las escaleras, pasa por la sala de cursos, el aula de arte y manualidades, el espacio de campamentos y llega al patio de arriba, el de deporte. En ese momento se está encaramando al techo Miguelito que, poco a poco, con un ritual parsimonioso, se arregla el parche en el ojo tuerto, las puntas de los bigotes, el pañuelo de la cabeza y la pata de palo, que es fundamental para todo buen capitán pirata.

El clamor de los niños perdidos es ensordecedor. Todos diferentes, unos más altos, otros más bajos, algunos medio sucios, bien arreglados, desnutridos o gordos, contentos o cansados. Muchos descalzos. Cada niño con su historia, con su cuento propio en esta gran familia de soñadores. Ellos vitorean a su líder, que les hace una señal para que guarden silencio. Miguelito, tratando de poner gravedad en su tono de voz, proclama por fin que el Centro Cultural Calasanz es su espacio, de todos ellos, niños, jóvenes y gente de futuro. Anuncia, con la solemnidad que el momento merece, que aquel será para siempre su hogar, abierto a todos, y que en él surcarán las turbulentas y difíciles aguas de La Puya, para seguir viajando a otros mares del saber, para seguir aprendiendo, inventando y soñando.

Al clavar la bandera pirata, y desplegarse ante ellos el emblema multicolor del Centro, todos los niños perdidos arrancan en aplausos y tiran sus sombreros de papel al aire, mientras el barco calasancio se pierde en el horizonte. Y hoy en día sigue navegando, cada día mañana y tarde, en invierno y en vacaciones, y lo hará mientras queden en La Puya tantos niños como historias que contar…

Texto y fotografías de Rubén García Mulet. Dircom de Fundación SOLCA

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